Joseph Ratzinger dio ayer un ejemplo de humildad que no podrían seguir otros líderes mundiales, creyentes y no creyentes: a sus 85 años renunció al papado porque sus fuerzas menguaron.
Nos mostró, con ese anuncio sorpresivo pero meditado, que su reino no es de este mundo.
Al fin un cristiano predica con el ejemplo y renuncia a sus títulos y pertenencias. Y de paso exhibe la pequeñez de los que se aferran a sus espacios de poder político o económico.
Ratzinger es un hombre de poder, sin duda, y seguramente equivocado en muchos de sus dogmas y credos. Pero no se quedó en el poder a cualquier costo. Fue consecuente entre lo que predicó y lo que hizo.
Tuvo la grandeza de enseñar desapego al juego de las apariencias, al predominio del ego.
Cuántos reyes, reinas, presidentes, dictadores y dinastías obscenas como la de Siria —por citar un ejemplo lejano—, actúan como si estuvieran predestinados al mando perpetuo, sobre los cadáveres de sus opositores o la libertad de sus gobernados.
El vigor —dijo— "en los últimos meses ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado".
Se bajará del cetro de uno de los poderes más grandes del planeta. No estoy en condiciones, que se elija a uno con más fuerza que yo, dijo con otras palabras.
Por ese solo acto de humildad, algunos lo recordaremos como Benedicto el Grande.
El católico —o analista simplemente— que no entienda su mensaje, tampoco entenderá su sucesión.
Dimitió a pesar de ser, hoy por hoy, el mayor teólogo católico vivo. Tiene proyecto, y lo trasciende.
Nunca rehuyó poner a prueba su capacidad intelectual, y no sólo en los cerca de 40 libros que ha escrito, sino en debates públicos con personajes de la talla de Jürgen Habermas, quizá el más importante filósofo liberal de nuestro tiempo.
Lo hizo también en foros académicos, como ocurrió con el entonces presidente del Senado italiano, Marcello Pera. Debatieron sobre si se debían incluir o no referencias al origen cristiano de Europa en la nueva Constitución europea.
De ese debate salieron chispas, pero no rencor. Al contrario, salió un libro firmado por ambos: Sin raíces.
Benedicto XVI siempre se asumió como un Papa de transición. Es el eslabón entre un Pontífice de enorme carisma, Juan Pablo II, y el que vendrá, necesariamente más joven y vigoroso.
La tarea de Benedicto XVI en la silla de Pedro fue enfrentar el aparato corrupto y criminal de clanes como el de Marcial Maciel y la red de pederastia en Estados Unidos, Gran Bretaña e Irlanda.
Los sacó a todos, o casi todos. Hasta donde le dieron las fuerzas.
Y si muchos de ellos no están en la cárcel, no es asunto del Papa, sino de la justicia ordinaria de los respectivos países donde se cometieron esos delitos.
Ratzinger inició la tarea de limpiar a la Iglesia. Por lo visto, les falta mucho por hacer. Y para eso, dice Benedicto XVI, es necesario tener el vigor que hoy este Papa ya no tiene.
El día que Ratzinger ingresó al cónclave para elegir al sucesor de Juan Pablo II, le dijo a su chofer —un parroquiano de la iglesia de la Virgen de Guadalupe, en Roma— a manera de despedida: "Sé que entro aquí, pero no sé si salgo vivo".
Sí, saldrá vivo, a fin de mes, luego de brindar un ejemplo de humildad que sólo los muy grandes pueden dar.
Pablo Hiriart
fuente: http://razon.com.mx/spip.php?page=columnista&id_article=159302